Cóndor abrió los ojos, tenía frío y se notaba entumecido.
Le dolía todo el cuerpo y apenas
tenía fuerzas. Debía haber perdido mucha sangre. Pronto descubrió que yacía
desnudo sobre el frío suelo de piedra, al que estaba sujeto por unas pesadas
cadenas.
A su lado estaba el cadáver de su querido amigo Eldon y el de otros
dos compañeros más. Al otro lado descansaba Morguen, inconsciente. Aún tenía la
flecha clavada en el brazo pero no intentó quitársela. Su nariz captó un olor
acre y desagradable mientras que sus oídos percibían un escalofriante e
inquietante cántico. Identificó una salmodia entre el coro de voces y algún que
otro alarido.
Incorporándose, miró a su alrededor para saber en qué situación se
encontraba. Lo que vio le cortó la respiración y le heló la sangre. Su celda se
hallaba dentro de una gran habitación muy espaciosa. Hombres con túnica negra
por doquier formaban un semicírculo, mientras cantaban en un lenguaje extraño y
terrorífico. La sala estaba iluminada con velas y decorada con multitud de
símbolos. Justo al frente había un gran símbolo tallado en la piedra.
Era una estrella de cinco puntas y en cada una de las puntas yacía uno
de sus compañeros de viaje sin más ropa que una simple mordaza y unas cuerdas
atadas en pies y manos. En el centro había otro prisionero arrodillado que no
alcanzaba a ver.
Mientras observaba horrorizado el espectáculo que se desarrollaba, el
ritual fue ganando intensidad y cinco hombres de la primera fila tomaron
posición junto a cada prisionero y como si de un solo ser se tratara los cinco
atravesaron el corazón de sus víctimas con una daga.
La sangre manó a borbotones y llenó las hendiduras de la piedra que
formaban el símbolo. Acto seguido, otro grupo de encapuchados depositó velas
alrededor de los cuerpos y uno de ellos se quedó junto al prisionero central.
Las llamas se tornaron verdes y de los cuerpos comenzaron a salir gotas
luminosas rojas.
Los cánticos aumentaron de volumen, el olor acre de intensidad, las
llamas triplicaron su tamaño... Las motas comenzaron a bailar al compás de la
salmodia y se arremolinaban alrededor del prisionero vivo. Adquirieron una
velocidad vertiginosa y en pleno éxtasis del rezo, el sumo sacerdote gritó un
nombre,‒¡Baadal!‒. Atravesó el pecho de su víctima y se retiró a toda prisa
mientras el torrente de partículas penetraba por la herida.
Todo estaba a oscuras y un silencio sepulcral reinaba en la sala.
Transcurrieron unos segundos interminables... y de repente, en un abrir y
cerrar de ojos, se encendieron otra vez las velas. Del centro emanaba un
resplandor escarlata y se alzó una
figura. Parecía un hombre, desnudo, con el cuerpo castigado y al que
presumiblemente le fallaban las fuerzas. Las cuencas de sus ojos eran el foco
de la luz escarlata al igual que la herida que tenía en el pecho.
Se irguió como pudo y gritó: —¡Yo soy Baadal! ¡¿Quién osa pronunciar
mi nombre?!
El sonido producido por aquella criatura era escalofriante e inhumano.
El encapuchado que había finalizado el ritual dio un paso al frente y
se arrodilló. Acto seguido respondió: —Me llamo Ruktus, su grandiosidad. Soy tu
mayor fiel y sumo sacerdote. Te hemos resucitado tal y como ordenaste y nos
enseñaste.
Baadal lo miró fijamente y gruño. Después contempló su nuevo cuerpo y
sonrió.
—No está mal, pero es precario y débil.
A una señal de Ruktus dos fanáticos se acercaron y abrieron la jaula
de Cóndor. Este, incapaz de temblar siquiera, no opuso resistencia y fue
arrastrado ante los pies de Baadal. El demonio se dio la vuelta y Cóndor se
puso más pálido si cabía. Ese torso, esa cara… ¡Era Lord Renden! Baadal se
había reencarnado en el cuerpo del gran lord Renden. Renden se sentó ante
Cóndor y lo miró fijamente a los ojos. Cóndor era incapaz de apartar la mirada
de esos ojos color rubí, era como si le hubiesen atrapado. Renden cogió el
brazo herido de Cóndor y lo examinó, se detuvo en la flecha que aún llevaba
clavada. La agarro y tiró de ella sin miramientos. No presto atención a los
gritos de dolor de Cóndor y se llevó la herida directamente a la boca. Mientras
extraía toda la energía que le quedaba a Cóndor reinaba el silencio, a
excepción de los gritos de dolor y pánico. No tardó mucho en despacharlo y, al
alzar de nuevo la vista, sus fanáticos ya tenían el resto de víctimas y cuerpos
preparados para la ofrenda.
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