lunes, 23 de marzo de 2015

Cap. 3

Cóndor abrió los ojos, tenía frío y se notaba entumecido. Le dolía todo el cuerpo y apenas tenía fuerzas. Debía haber perdido mucha sangre. Pronto descubrió que yacía desnudo sobre el frío suelo de piedra, al que estaba sujeto por unas pesadas cadenas.
A su lado estaba el cadáver de su querido amigo Eldon y el de otros dos compañeros más. Al otro lado descansaba Morguen, inconsciente. Aún tenía la flecha clavada en el brazo pero no intentó quitársela. Su nariz captó un olor acre y desagradable mientras que sus oídos percibían un escalofriante e inquietante cántico. Identificó una salmodia entre el coro de voces y algún que otro alarido.
Incorporándose, miró a su alrededor para saber en qué situación se encontraba. Lo que vio le cortó la respiración y le heló la sangre. Su celda se hallaba dentro de una gran habitación muy espaciosa. Hombres con túnica negra por doquier formaban un semicírculo, mientras cantaban en un lenguaje extraño y terrorífico. La sala estaba iluminada con velas y decorada con multitud de símbolos. Justo al frente había un gran símbolo tallado en la piedra.
Era una estrella de cinco puntas y en cada una de las puntas yacía uno de sus compañeros de viaje sin más ropa que una simple mordaza y unas cuerdas atadas en pies y manos. En el centro había otro prisionero arrodillado que no alcanzaba a ver.
Mientras observaba horrorizado el espectáculo que se desarrollaba, el ritual fue ganando intensidad y cinco hombres de la primera fila tomaron posición junto a cada prisionero y como si de un solo ser se tratara los cinco atravesaron el corazón de sus víctimas con una daga.
La sangre manó a borbotones y llenó las hendiduras de la piedra que formaban el símbolo. Acto seguido, otro grupo de encapuchados depositó velas alrededor de los cuerpos y uno de ellos se quedó junto al prisionero central. Las llamas se tornaron verdes y de los cuerpos comenzaron a salir gotas luminosas rojas.
Los cánticos aumentaron de volumen, el olor acre de intensidad, las llamas triplicaron su tamaño... Las motas comenzaron a bailar al compás de la salmodia y se arremolinaban alrededor del prisionero vivo. Adquirieron una velocidad vertiginosa y en pleno éxtasis del rezo, el sumo sacerdote gritó un nombre,‒¡Baadal!‒. Atravesó el pecho de su víctima y se retiró a toda prisa mientras el torrente de partículas penetraba por la herida.

Todo estaba a oscuras y un silencio sepulcral reinaba en la sala. Transcurrieron unos segundos interminables... y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, se encendieron otra vez las velas. Del centro emanaba un resplandor escarlata  y se alzó una figura. Parecía un hombre, desnudo, con el cuerpo castigado y al que presumiblemente le fallaban las fuerzas. Las cuencas de sus ojos eran el foco de la luz escarlata al igual que la herida que tenía en el pecho.

Se irguió como pudo y gritó: —¡Yo soy Baadal! ¡¿Quién osa pronunciar mi nombre?!

El sonido producido por aquella criatura era escalofriante e inhumano.

El encapuchado que había finalizado el ritual dio un paso al frente y se arrodilló. Acto seguido respondió: —Me llamo Ruktus, su grandiosidad. Soy tu mayor fiel y sumo sacerdote. Te hemos resucitado tal y como ordenaste y nos enseñaste.

Baadal lo miró fijamente y gruño. Después contempló su nuevo cuerpo y sonrió.

—No está mal, pero es precario y débil.

A una señal de Ruktus dos fanáticos se acercaron y abrieron la jaula de Cóndor. Este, incapaz de temblar siquiera, no opuso resistencia y fue arrastrado ante los pies de Baadal. El demonio se dio la vuelta y Cóndor se puso más pálido si cabía. Ese torso, esa cara… ¡Era Lord Renden! Baadal se había reencarnado en el cuerpo del gran lord Renden. Renden se sentó ante Cóndor y lo miró fijamente a los ojos. Cóndor era incapaz de apartar la mirada de esos ojos color rubí, era como si le hubiesen atrapado. Renden cogió el brazo herido de Cóndor y lo examinó, se detuvo en la flecha que aún llevaba clavada. La agarro y tiró de ella sin miramientos. No presto atención a los gritos de dolor de Cóndor y se llevó la herida directamente a la boca. Mientras extraía toda la energía que le quedaba a Cóndor reinaba el silencio, a excepción de los gritos de dolor y pánico. No tardó mucho en despacharlo y, al alzar de nuevo la vista, sus fanáticos ya tenían el resto de víctimas y cuerpos preparados para la ofrenda.


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